domingo, 1 de agosto de 2010

El vuelo de las moscas.

El vuelo de las moscas, ¿has visto alguna vez el vuelo de las moscas? Parecen constantes y no son más que una maraña repetitiva de ángulos rectos. Suaves en un principio, tenaces, adoradoras del centro del cosmos, siempre en el intempestivo ojo de Polifemo. Ellas no conocen la curva, ni la altura, ni el ras, siempre aguzan el sonido de sus alas en el inverosímil eje de cualquier estancia, trazando sus noventa grados de rigor, o sus cuarenta y cinco, o sus ochenta, siempre dependiendo del espacio que le otorgue la luz y la vida. Sí, la luz y la vida. Porque mientras una es capaz de subsistir sin más empeño que sí misma, la otra no es capaz de avanzar un palmo en el camino sin tener constancia de la primera. Luego las moscas cambian de velocidad, repentinamente, y sus ángulos rectos, agudos y obtusos se convierten en el inconcebible garabato de un crío que aún no es capaz de expresar ni la palabra, ni el don, solo el balbuceo. Las moscas son el ser providente que Dios nos dejó en nuestras casas para recordarnos lo triste y falto de sentido que son nuestras vidas, porque nuestras vidas son el calco perfecto del vuelo de las moscas, nunca siguen una línea ascendente, ni descendente, tan siquiera recta. Nuestra vida es el horrible espejo de un ser provisto de millares de ojos, como tantos ojos nos observan a lo largo de los años interrogándonos sobre cada uno de nuestros actos y pensamientos.

Si vuelvo la vista atrás apenas podría deciros en qué momento he sido consciente de mi fatalidad. Cuando apenas tenía siete años recuerdo haber guardado el pequeño tarro de cristal de uno de tantos yogures naturales que acababan rodando en el fregadero de la cocina. Había dejado un sitio preferente sobre el escritorio del dormitorio, allí, como si de un altar se hubiera tratado, dedicándole los minutos eternos y precisos que mi pequeña cabeza era capaz de entregar. Quería hacer de aquel tarro mi pequeña maravilla, inverosímil maravilla, y ofrecérselo como un triunfo a los ojos de mi padre, un viejo y a veces fanfarrón almacenero del que creo siempre llevó una espina clavada por no haber conseguido más descendencia que una triste cría. No le culpo. Al fin y al cabo, cría o no, fue una triste, desolada, humillante, descendencia lo que obtuvo. Yo contemplaba aquel tarro tan pequeño cada mañana caduca, cada hora anticipada a la ida al colegio. Era un imán para mí, se había transformado en un microcosmos ausente al resto de personas, un microcosmos vacío, silencioso, impredecible. Era un pequeño reflejo de mi cabeza, esa que la mayoría pensaba hueca, esa que todos miraban como un ser descastado, como el olvido de Dios una noche fría de invierno cuando mi pobre madre no tuvo otra opción que traerme al mundo extraño al que nos enfrentamos diariamente. Era como yo. Nadie le prestaba atención, porque estaba vacío, porque era transparente, porque a través de él se observaba una realidad transformada por las curvas de cristal y por las luces, según el antojo del curioso. Aquello era desenfocar la realidad, ni más ni menos. Y yo era así, decepcionadamente, todos me creían así. Sin nada. ¿Y qué? ¿Porque no hablaba con los demás niños...? ¿Porque no jugaba en la plaza de la Iglesia con las niñas vestiditas de domingo...? ¿Porque cuando esos adultos hacían cualesquiera de sus ridículas preguntas mi mirada se tornaba fría y se clavaba como una aguja en el centro de sus ojos de la manera más cruel e iracunda? Me consternas, decía mi madre desaforada y ruborizada por mi actitud. Percepciones. Sólo eso, mamá. Percepciones. De eso depende nuestro futuro, de las percepciones, pero no de las nuestras, sino de la de los demás. Quizá sea esto lo vagamente ridículo e irónico de la vida. Lo que los demás piensan y hablan de ti. Nuestro destino lo escriben los extraños, no la familia, no los cercanos, no uno mismo. Lo escribe la mala palabra, la vaga fe de la gente que ha rodeado y circunscrito tu vida.

miércoles, 14 de julio de 2010

Un cuchillo de doble filo.

La palabra. Ese cuchillo de doble filo con el que cortamos hábilmente los ingredientes de la vida diaria para luego cocinarlos. La palabra, ese filo mordaz con el que, pese a nuestros someros cuidados, sufrimos de vez en cuando como una reprimenda mordaz o una fatal propia medicina vuelta en nuestra contra. La palabra, el yugo incapaz de soltar cualquier pecador, lastre inevitable hasta el final de los días. Porque si algo tiene la palabra, es su don maléfico para permanecer inalterable pese a los pros -unida a los contras- con su vestido más cruel, el papel. La palabra escrita, aquella que transgrede las normas hasta el final de nuestros días y más allá.

No nos engañemos, en esta sociedad del siglo XXI donde nada vale si no está notificado por escrito, donde para justificar cualquier medio o cualquier acción es necesario un email corporativo y una respuesta con confirmación de entrega y de lectura, un contrato donde decidimos qué se nos pregunta y quién puede preguntárnoslo, la palabra escrita es el maleficio, el sustituto de los aquelarres de brujas de antaño, porque lo que permanece escrito, forma parte de la historia. ¿Quién decía que las palabras se las lleva el viento? Seguramente así sea, cuando la boca se abra inocente frente a un horizonte más o menos infinito y locuaz se decida a hablar o a dar forma a los pensamientos. Nada de ello vale. La palabra, la voz, es un eco perdido en la selva de decibelios de nuestra sociedad, un juego infantil que deforma el sentido viajando de vagón en vagón. Pero, ¡ay de lo que queda escrito! De aquello que ya es indeformable porque emigra inalterable no en las bocas de los demás, sino en sus ojos. Con sentido o sin él, todo aquello a lo que se le da forma en un papel inmaculado se transforma de inmediato en una verdad iracunda, se falsa o sea media. Lo escrito, escrito está. Es una alianza inalterable para el resto de nuestra vida con lo relatado. De nada valen las voces posteriores, los gestos… hemos cortado hábilmente el pescuezo de la gallina del que obtendremos el caldo de nuestros futuros platos. Hemos, en definitiva, dictado sentencia.

Pero, ¿qué hay de la palabra? La no escrita, la no tatuada. Cómo demostrar que lo dicho fue dicho y que lo oído fue oído. ¡Ah! ¡Difícil adivinanza!

Quizás las mujeres sigamos siendo aquellas cocineras de febril destreza capaces de alimentar cada medio día a los hombres, aquellas que con sigilo y delicadeza seguimos manejando el cuchillo con doble filo que alguna vez cortara con sutileza alguno de nuestros pensamientos.

La palabra… la molesta palabra.