miércoles, 14 de julio de 2010

Un cuchillo de doble filo.

La palabra. Ese cuchillo de doble filo con el que cortamos hábilmente los ingredientes de la vida diaria para luego cocinarlos. La palabra, ese filo mordaz con el que, pese a nuestros someros cuidados, sufrimos de vez en cuando como una reprimenda mordaz o una fatal propia medicina vuelta en nuestra contra. La palabra, el yugo incapaz de soltar cualquier pecador, lastre inevitable hasta el final de los días. Porque si algo tiene la palabra, es su don maléfico para permanecer inalterable pese a los pros -unida a los contras- con su vestido más cruel, el papel. La palabra escrita, aquella que transgrede las normas hasta el final de nuestros días y más allá.

No nos engañemos, en esta sociedad del siglo XXI donde nada vale si no está notificado por escrito, donde para justificar cualquier medio o cualquier acción es necesario un email corporativo y una respuesta con confirmación de entrega y de lectura, un contrato donde decidimos qué se nos pregunta y quién puede preguntárnoslo, la palabra escrita es el maleficio, el sustituto de los aquelarres de brujas de antaño, porque lo que permanece escrito, forma parte de la historia. ¿Quién decía que las palabras se las lleva el viento? Seguramente así sea, cuando la boca se abra inocente frente a un horizonte más o menos infinito y locuaz se decida a hablar o a dar forma a los pensamientos. Nada de ello vale. La palabra, la voz, es un eco perdido en la selva de decibelios de nuestra sociedad, un juego infantil que deforma el sentido viajando de vagón en vagón. Pero, ¡ay de lo que queda escrito! De aquello que ya es indeformable porque emigra inalterable no en las bocas de los demás, sino en sus ojos. Con sentido o sin él, todo aquello a lo que se le da forma en un papel inmaculado se transforma de inmediato en una verdad iracunda, se falsa o sea media. Lo escrito, escrito está. Es una alianza inalterable para el resto de nuestra vida con lo relatado. De nada valen las voces posteriores, los gestos… hemos cortado hábilmente el pescuezo de la gallina del que obtendremos el caldo de nuestros futuros platos. Hemos, en definitiva, dictado sentencia.

Pero, ¿qué hay de la palabra? La no escrita, la no tatuada. Cómo demostrar que lo dicho fue dicho y que lo oído fue oído. ¡Ah! ¡Difícil adivinanza!

Quizás las mujeres sigamos siendo aquellas cocineras de febril destreza capaces de alimentar cada medio día a los hombres, aquellas que con sigilo y delicadeza seguimos manejando el cuchillo con doble filo que alguna vez cortara con sutileza alguno de nuestros pensamientos.

La palabra… la molesta palabra.